De Epic, el amor a los clásicos y la fascinación por los hombres crueles
Me da apuro escribir sobre el musical Epic y darlo a conocer porque sé de su potencial adictivo. Que tiene la capacidad de arruinar igual no vidas, pero sí oídos, lo he sufrido de primera mano: ahora me estoy quitando, pero confieso que he pasado un par de meses en los que sus estribillos no salían de mi cabeza (es más, creo que hablar de ello tiene algo de despedida, por no decir de exorcismo, como el que mete el nombre de la expareja en el congelador). ¿Qué? ¿Que no me cree, Lector? Está bien. Más allá de canciones sueltas que me vayan gustando, aquí en Spotify y en Youtube adjunto los álbumes completos y en orden del musical para que lo compruebe por usted mismo. Recomendaría la opción de Youtube porque tiene imágenes que son un gran complemento a las sintonía. Eso sí, insisto, advierto, querido Lector: bajo su responsabilidad.
Epic es muy bueno porque hace muchas cosas bien y escasas mal. Empecemos resaltando lo obvio: lo mejor de este musical son sus canciones. La capacidad que tiene de hacer melodías pegadizas, de transitar géneros, de asignar tonillos e instrumentos a personajes o mezclar segmentos de canciones previas de manera que con ligeras modificaciones en esos ritmillos se cambia por completo el sentido que se quiere dar a las mismas… Un ejemplo es el uso que hace de los estribillos de Full Speed Ahead (Six hundred men, Six hundred men under my command) y de Open Arms (This life is amazing if you greet it with open armas…), que reaparecen, no tan alegres por lo que sea, en el tema del Inframundo. Como este, un millar de ejemplos. Si tuviera alguna noción musical, diría que es una pieza de orfebrería, pero al no ser el caso (he disfrutado Epic desde mi analfabetismo) voy a centrarme en la otra cosa que hace de fábula: tomar un clásico (y es difícil ser más clásico que La Odisea), rumiarlo (digerirlo + regurgitarlo) y conseguir un producto nuevo con la esencia de lo viejo.
Hay muchas formas de amar los clásicos. Respetables, no tantas. Recuerdo esa magnífica frase de Chesterton de ‘la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas’. Con los clásicos podríamos decir algo parecido. Las serpientes son serpientes por la piel nueva con la que reptan, no por la muda que dejan abandonada en la tierra. Y es importante incidir en ello porque hay quienes parecen más preocupados por que los clásicos sean respetados que leídos, igual para poder preservar cierta autoridad de albacea sobre los mismos, como si fueran de su propiedad o los únicos capaces de interpretarlos correctamente. Porque, eso sí que hay que reconocérselo, los clásicos no son accesibles. Recuerdo un canto de La Ilíada en el que a Homero no se le ocurre nada mejor que hacer que ponerse a enumerar los nombres de los grandes soldados de uno y otro bando, troyanos y aqueos. No creo que sea una afirmación arriesgada decir que se ha avanzado algo desde entonces en el campo de la literatura, a pesar de lo que clamen algunos pellejos, como cierto monje de las cenizas, muy dado a las boutades, que afirmó que sin haber leído previamnte la obra de Homero uno no podía escribir. Yo, que alguna que otra obra suya he leído, sobre todo de adolescente, no recuerdo ningún capítulos en el que tan excelso demiurgo de las letras enumerara, por ejemplo, los nombres de sus perros parlanchines.
No obstante, a pesar de su dificultad, la razón por la que seguimos pudiendo leer los clásicos y que estos nos gusten es porque, dos mil quinientos años después, siguen hablando de lo único que en el fondo es interesante hablar: la complejidad del ser humano, igual que abrir tarros de conserva comidos por el polvo y que el jugo esté todavía fresco. ¡Ah! Y cómo estos clásicos nos interpelan, su diálogo constante con el presente. Así, no es difícil darle una vuelta a Fedra y que esta juegue con el Mee too, ver en Medea una proyección de la violencia vicaria patriarcal -¡por qué me miráis así!, podría clamar tras haber cometido su infanticidio, ¡si todo lo que sé, todo lo que soy, de vosotros lo aprendí!-, a Atenea, una diosa mujer que representa la justicia de los hombres al castigar a Medusa tras haber sido violada en su templo por Poseidón, o de Ifigenia, sacrificada por su padre para poder comenzar la guerra de Troya, ahondando en el dilema sobre qué debe pesar más en un rey, la sangre o la corona.
Quizás para mí el mayor acierto del musical vaya en esta dirección: coger la historia original, quedarse con aquellos elementos que contengan su esencia y amasar lo que no ha sido desechado con los códigos del presente. Y desde luego Jorge Rivera-Herrans, el autor de Epic, no tiene miedo a meter tijera o incluir cambios: el más bestia quizás sea acortar la narrativa original a poco más que el viaje de Ulises desde Troya a Ítaca, un tercio de la epopeya original. Pero hay más, bastantes más. El que tenga interés, adjunto el siguiente vídeo en el que se hace un análisis muy completo de la comparativa entre original y adaptación, quizás demasiado duro con lo riguroso de las modificaciones introducidas.
El protagonista, Ulises, no solo es el núcleo en torno al cual se articula el musical, sino que es además el motor de estos cambios. Epic hace una labor fantástica al mantener la esencia de uno de los héroes más complejos del mundo clásico (la mitad de las veces te admira su pericia e inteligencia, en las otras te espanta su falta de escrúpulos) a la vez que introduce un detalle netamente moderno: el héroe se desarrolla según avanza la historia, sus vivencias lo transforman, su carácter no permanece inmutable. Con el añadido de que mientras que la mayoría de las veces este aprendizaje suele ser a mejor, con Ulises en Epic sucede lo contrario, y observamos su metamorfosis en uno de esos hombres malos de los que hablo en el título (el del musical, el de la Odisea es cabrón desde el inicio). Porque, como le advierte Poseidón en la que considero la mejor canción (o al menos la que más me gusta):
Ruthlessness is mercy upon ourselves.
Ulises es un hombre que, con el transcurso del musical, no se vuelve ni más inteligente ni más sabio, tan solo más cruel y violento. El musical comienza y acaba con crímenes abominables. ¿Qué cambia? La reacción de Ulises a los mismos. Just a Man es un debate sobre si es preferible asesinar a un bebé o dejarlo vivir para que luego arrase Ítaca cuando crezca (y ojo, en la mitología griega, si te auguran que algo va a pasar, que no te quepa duda: va a pasar). Por el contrario, en las canciones finales, Ulises intercambia la vida de sus hombres, de sus amigos, por la suya (aquí), tortura a un dios para que le abra paso hasta su isla natal (aquí) o acaba con los pretendientes de Penélope en su palacio fueran estos malos, simpáticos o nada más pasaran por allí (aquí), y todo con tal de conseguir su propósito: volver a Ítaca con su mujer y su hijo. ¿Remordimientos? Que si quiero o que si tengo. La vuelta al hogar todo lo vale. Me recuerda al final de The Brutalist: lo importante no es el camino, es el final.
Es digno de mención el fundamento del magnetismo de Ulises. El héroe no basa su carisma en lo que es capaz de hacer: es pura apariencia de poder. Así, a Odiseo no le pasa factura su impericia cuando por no matar a Polifemo pero sí revelarle su nombre, Poseidón (el padre de la criatura) arrasa con prácticamente toda su flota, dejando poco menos de sesenta de los seiscientos hombres que abandonaron Troya con él. Y cuando dan caza a las sirenas y les cortan la cola de pez, en una de los mejores momentos del musical (aquí) y que no pertenece a la obra de Homero (entre otras cosas porque no hay cola de pez que cortar al tener cuerpo de águila), se muestra la transformación de Ulises en una bestia sanguinaria, a lo que sus hombres cantan con él a coro, complacidos:
We are the ones who fest now
Ahora bien, lo que sus hombres no le perdonan es que optara por pasar por el estrecho de Escila (aquí), lance en el que mueren nada más que seis marinos, tantos como cabezas tiene la bestia. De casi seiscientos a seis. Pero esta vez su tripulación se siente defraudada por no tener su capitán en la cabeza un plan maestro que salvara la situación, y tras un motín lo atan a un árbol en la isla del dios Helios (aquí). El poder de Ulises se desvanece en cuanto el espejismo desaparece, el liderazgo se apaga y detrás del encantamiento solo queda el hombre.
Es interesante cómo la figura de Ulises dialoga con el presente. Encaja muy bien con muchas de las figuras fuertes y viriles que están emergiendo últimamente. Líderes con un objetivo personal y definido, dispuestos a pisar a quien sea con tal de conseguirlo y cuyo impacto incluso entre quienes se fían de ellos es a veces nefasto, pero que dan la apariencia de ser caudillos en los que se puede confiar (resulta hasta irónico que me esté sirviendo de un musical dedicado al héroe cruel por antonomasia para mitigar la ansiedad que me generan esos hombres malos de la actualidad que parecen estar más de moda que nunca, todos al calor del faro oscuro de los Estados Unidos). Trump es ese hombre fuerte, viril, cruel de los mitos, es un hombre de resultados, no importa las normas que incumpla o que su acción de gobierno sea en realidad un golpe de Estado ley a ley, un hombre que tapa una polémica con la polémica siguiente sin resolver ninguno de los problemas, económicos o políticos, por cuya solución le votaron, mientras de tapadillo desmonta el estado de derecho. Para él las leyes son papel que pisotear, son muros de aire que existen en tanto en cuanto creas en ellas. Es más, tampoco nos llamemos a engaño, por eso le han elegido de presidente, por su capacidad para ir un paso más allá de lo que establecemos como posible. E imagino que caerá no el día que se pase de la raya derogando derechos, sino cuando su imagen de hombre resolutivo acabe y salga a la palestra el payaso naranja que es en realidad.
Milei es otro hombre odiseico, más incluso que el anterior. El loquito de la motosierra ha ganado las elecciones prometiendo que si confiaban en él y seguían su plan, esto es, asumir recortes durísimos y pasarlo en el presente terriblemente mal para que la nación quede saneada económicamente, en el futuro remontarán. No sabemos si su plan funcionará o no (lo dudo tanto), es irrelevante. Lo importante es la apariencia, que la gente crea que puede sacarles del agujero inflacionista. Aunque, como a Ulises, le cueste la vida de tantos de sus hombres. Sintomático de esto también es que su mayor golpe de popularidad hasta la fecha haya sido la promoción de una criptomoneda fraudulenta que le ha hecho quedar como un lerdo al que una panda de niñatos pueden engañar para que les ayuden en su criptotimo de la criptoestampita. El visionario que tenía el conocimiento para resucitar Argentina ha resultado ser un tonto. El emperador iba desnudo.
Es el tiempo de Ulises, de gente como él que cuando algo no le gusta simplemente lo toma, con mayor o menor astucia. La gente confía en la virtud de los hombres malos porque no tiene otro modelo de héroe al que agarrarse, más humano y decente pero igual de resolutivo. Igual ese es el problema. Igual es otro. Hace unos días murió Juan Mariné, director del sepelio de Durruti, y me vino la consciencia de que están muriendo las últimas personas que tuvieron una experiencia sensorial de la guerra, de la barbarie, del fascismo, para los cuales aquellos años de odio y de gritos y de esquirlas eran algo más que anécdotas o directamente material de los libros de historia. Esos bufones histriónicos y vehementes, esas palabras afiladas, ya no despiertan el recuerdo del pavor ante lo sucedido. Igual ese es el problema. Igual es otro. Ojalá encontremos la solución pronto. Mientras tanto, quedará la música para aliviar tanto desamparo.
This life is amazing
When you greet it with open arms