El origen de la Irreal Biblioteca Borgiana se remonta a principios del siglo XX, cuando un primero de octubre del año 1912 el entonces presidente del Gobierno, José Canalejas, inaugura -mes y once días antes de que un anarquista le volara de un disparo la tapa de los sesos- la Real Biblioteca Nacional de Libros Escritos, por Escribir y en trance de ser Escritos, institución con sede en la calle de Claudio Moyano -o Cuesta Moyano, como se la conoce popularmente-, cerca de la estación de Atocha. La Real Biblioteca Nacional de Libros Escritos, por Escribir y en trance de ser Escritos no notó el tránsito de monarquía a república salvo en un aumento de responsabilidades (que por fortuna vino acompañado de un aumento proporcionado de los fondos), por voluntad del ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, don Fernando de los Ríos, quien quiso que la institución no viviera de espaldas a la ciudadanía, y con el objetivo de enhebrarla en el día a día de los españoles abrió sus puertas al público, realizó exposiciones itinerantes por el país y buscó la edición de algunos de sus manuscritos con que cebar nuevas bibliotecas populares, acorde con los postulados de la Institución Libre de Enseñanza de la que era integrante. Sin embargo, esta labor se vio interrumpida por el golpe de Estado, fallido, y la posterior guerra, que redujeron las actividades de la Real Biblioteca Nacional de Libros Escritos, por Escribir y en trance de ser Escritos al mínimo, como consecuencia de los esfuerzos bélicos, la reducción de la plantilla, diezmada por los bombardeos, los pacos y la participación de algunos de ellos en el frente madrileño, así como la carestía de materiales, el papel fundamentalmente, muchas veces reciclado de la pasta que se extraía de las octavillas que el ejército sublevado lanzaba sobre la capital. A pesar de las adversidades, la Real Biblioteca Nacional de Libros Escritos, por Escribir y en trance de ser Escritos operó ininterrumpidamente hasta el final de la Guerra Civil, tras la cual su labor pasó a verse como un dispendio fútil y sin sentido, o, en palabras del general Millán Astray, jefe de Prensa y Propaganda del Movimiento: “un estúpido divertimento de rojos”, siendo cerradas sus puertas por los siguientes cuarenta años. Durante el periodo de dictadura franquista la sede de la Real Biblioteca Nacional de Libros Escritos, por Escribir y en trance de ser Escritos fue trasladada de Madrid a México, donde su plantilla se vio reducida a una única integrante, doña Enriqueta, presidenta del ente en el exilio, quien durante esos años ominosos se vio forzada a cumplir por entero la labor que en España acometían incontables empleados públicos. Con el regreso de la democracia a España, la muy honorable institución volvió a abrir sus puertas un primero de octubre de 1981, con don Leopoldo Calvo-Sotelo a la cabeza de la jefatura del Gobierno, restituyéndole las mismas funciones que desempeñaba antes de ser clausurada hacía ya casi cincuenta años. Desde entonces, tan solo se ha introducido un único cambio, y es que a la muerte del celebérrimo escritor Jorge Luis Borges cinco años después de su reapertura, el ministro de cultura de la época, don Javier Solana, gran admirador de la obra del eximio autor porteño, decidió rendirle homenaje sustituyendo el nombre originario de tan ilustre institución por el de Irreal Biblioteca Borgiana que hoy en día luce, nombre que si bien en la actualidad tiene gran acogida entre la ciudadanía, en su día resultó un cambio muy controvertido, no tanto por apego popular a la vieja nomenclatura como por el Irreal que la introduce, y en el que muchos vieron –o quisieron ver- un guiño o una forma de sutil propaganda republicana, obligando al ministro a salir al paso a dar explicaciones y aclarar que tan solo se trataba de un “inofensivo e inocente juego de palabras”. De cualquier modo, más allá de puntuales polémicas estériles, la Irreal Biblioteca Borgiana ha seguido desempeñando la misma función con la que fue concebida en un origen, con los inevitables vaivenes propios de una institución con tantas décadas de historia a sus espaldas. Buena cuenta de ello da, por ejemplo, el caso de los años correspondientes al estallido de la crisis económica de 2008 y sus posteriores políticas de austeridad económica, que llevaron al Ejecutivo de por aquel entonces a considerar el gasto excesivo que una institución de estas características suponía en el erario público y a plantearse si no convendría un ajuste de uno de cada dos miembros de la plantilla. Por fortuna para el personal de tan alta institución, don Asfódelo, hábil presidente de la Irreal Biblioteca Borgiana durante aquellos años, mantuvo con sus superiores una pertinente entrevista en las que les expuso las razones por las cuales despedir a la mitad de sus trabajadores no supondría un ahorro significativo de salarios a abonar (al fin y al cabo, la mitad de infinitos emolumentos sigue siendo una cantidad infinita), pero sí de aumento más que considerable en el número de parados en las estadísticas del país. Aterradas las autoridades ante la perspectiva de semejante incremento en las cifras de desempleados y los subsiguientes titulares en prensa y análisis sobre la eficacia de la gestión de la situación de crisis por parte del Gobierno, se conformaron con no reponer a los que se iban jubilando, salvando así el director con su elocuencia y su ingenio a los empleados de esta insigne institución, quienes les regalaron como muestra de agradecimiento una tarta de requesón y frambuesa, la favorita de don Asfódelo (aunque, bien mirado, ¿y de quién no?).
Como veníamos diciendo, a pesar de la convulsa vida de esta egregia institución, su labor se ha mantenido inalterada a lo largo de sus más de cien años de historia, destacándola como un ente único en el mundo: en la Irreal Biblioteca Borgiana se redactan, recopilan y preservan todos aquellos textos que el ser humano escribió, escribe o escribirá, esto es, un inabarcable número de relatos, novelas, poemas, obras de teatro, guiones de película, epístolas de amor, documentos oficiales, anotaciones en servilletas y, en definitiva, cualquier combinación de palabras factible que una persona sea capaz de plasmar en un papel. Esto es posible gracias a la invaluable labor de nuestros infinitos escribas, un número ilimitado de empleados públicos cuya función se reduce a rellenar gruesos volúmenes de tapa verde con caracteres aleatorios. Sí, en efecto, caracteres aleatorios. Pongamos mejor un ejemplo con uno de nuestros amanuenses más avezados, don Amadeo, un anciano afable con traje de tweed y pajarita que acaba de escribir una a en este preciso instante, una a juguetona, muy redonda y muy graciosa, a la que va a seguir una te, te de tornado y te de truhan, y a la que don Amadeo ha dotado de una nueva compañera –pues mientras yo hablo él está escribiendo, concentrado en su trabajo- una hermosa zeta, zeta de zurdo y de zarcillos. Y así, letra a letra, don Amadeo acaba componiendo una inocente línea:
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Línea que si uno estudia más atentamente observará no tan inocente, pues don Amadeo, por puro azar, acaba de escribir te quiero, el mismo te quiero con el que Napoleón firmaba las epístolas que enviaba a su amada Josefina desde Egipto, o el mismo te quiero con el que un soldado remató la carta que le enviaría a su prometida antes de morir de un disparo en el bazo durante la guerra del África. Y así, don Amadeo, en su dilatada labor dentro de la Irreal Biblioteca Borgiana, lleva escritos, de pura casualidad y bajo el influjo de la aleatoriedad, dos poemas de Lorca, otro de Gil de Biedma, el Otelo de Shakespeare, un tal Las sucesivas muertes de Amanda Love de autor desconocido -y no muy talentoso, dicho sea de paso- y la Divina Comedia tres veces, que ya es casualidad, como dice él, porque don Amadeo es un hombre de gustos clásicos y resulta que la obra de Dante es una de sus favoritas.
La Irreal Biblioteca Borgiana se responsabiliza no solo de la escritura de los gruesos volúmenes que los amanuenses rellenan a diario, sino que la muy ilustre institución también se arroga la tarea de archivarlos entre sus muros y preservarlos del tiempo y otros insectos bibliófagos. Así, con la idea en mente de dar cabida a una cantidad interminable de textos se diseñaron los cimientos de la Irreal Biblioteca Borgiana, a los que se le dio la forma de una elegante espiral áurea –la misma que esculpe las conchas de las caracolas y hiende el corazón de los girasoles- que no acaba nunca de converger a su centro, y que permite colgar infinitos estantes a lo largo y ancho de sus ilimitadas paredes. Como muchas veces los libros se guardan sin orden ni concierto, uno de los trabajadores, Bernardo Rosell, catalán estirado y enjuto amante de la lógica y las paradojas, propuso crear un índice que facilitara la búsqueda de títulos entre el maremágnum de manuscritos, y que fuera continuamente actualizable, pues en esta ínclita institución la producción de nuevos volúmenes no descansa nunca. Así, siguiendo su consejo, en el vestíbulo de la Irreal Biblioteca Borgiana se ha situado un voluminoso códice compuesto por infinitas hojas de un gramaje finísimo, como láminas de traslúcida nada, que son traídas desde Galicia por una maderera dedicada por entero a la elaboración de este papel a partir del eucalipto. En cada folio no se escribe más que el nombre de un solo libro y su disposición en la biblioteca, de tal modo que cada vez que un nuevo libro es creado y situado entre otros dos libros, el encargado del índice busca las dos páginas correspondientes a estos dos libros intermedios, y en una de las páginas que hay entre los dos (recordemos que hay infinitas, y siempre se podrá encontrar entre dos páginas una nueva totalmente en blanco) redacta el título del nuevo manuscrito. Problema resuelto. A don Bernardo Rosell se le recompensó por su imaginativa solución con un sobresueldo de seis mil quinientas pesetas anuales, distribuidas en catorce pagas, que por aquel entonces era un dinero. Desde entonces, e incentivado por el éxito de su ingenio, está inmerso en una empresa todavía más ambiciosa, que es contener todos los manuscritos de la Biblioteca en un solo gran códice de infinitas páginas con gramaje cero, ese mismo códice inclusive. Pobre lunático infeliz, todavía no sabe que no puede tener éxito.
Desde el momento de su reapertura, la Irreal Biblioteca Borgiana, al tratarse de una institución tan especial, despertó interés entre la población, viéndose el departamento de recursos humanos abrumado con la ingente cantidad de peticiones de admisión que recibían a diario. Por esta misma razón, en el año ochenta y seis, y aprovechando el cambio de nombre que el gobierno socialista les había brindado, decidieron instaurar un único condicionante con el que filtrar las solicitudes de trabajo para tan honorable institución: que al escribir la primera inicial de todos los apellidos del solicitante –desde que Eva mordió la manzana hasta nuestros días- se forme como mínimo una vez la sigla BORGES. Por lo demás, la Irreal Biblioteca Borgiana no exige ningún requisito adicional: en la biblioteca hay filósofos, fontaneros, físicos, filólogos, fruteros y hasta mendigos, que una vez entran dejan de serlo, puesto que el sueldo es, como todo en esta institución, muy respetable. Asimismo, la falta de espacio nunca es un problema a la hora de contratar o no nuevo personal, pues aunque los infinitos asientos están siempre ocupados por uno de nuestros amanuenses –todos ellos encomendados diligentemente a su labor-, con la llegada de un nuevo miembro a la plantilla los trabajadores no tienen más que desplazarse un asiento a la derecha para poder dejarle hueco pues, por absurdo que parezca, al haber infinitas sillas dispuestas en hilera todo escriba encontrará a su diestra un nuevo asiento en el que desempeñar su labor, de forma que los infinitos escribas –incluyendo al novato, por supuesto- tienen una mesa sobre la que trabajar.
En la actualidad, a la cabeza de la Irreal Biblioteca Borgiana se encuentra don Humberto, un señor bajito, bigotudo y muy enérgico, que fuma en pipa y que tiene la suerte además de contar con una concatenación de apellidos cuyas primeras letras forman la sigla BORGES de manera ininterrumpida, motivo por el cual se le permite presidir tan insigne institución, pues en la Irreal Biblioteca Borgiana la jerarquía se articula en función del número de veces que se repite BORGES en el apellido; así, si solo se forma una vez, se te denomina un uno-Borges y tu rango es el de simple escriba; si por el contrario se encuentra repetida en dos ocasiones –no necesariamente consecutivas- eres un dos-Borges, y pasas a un escalafón superior. Inductivamente, los de recursos humanos son cinco-Borges, los de relaciones públicas, once-Borges, y si lo que deseas es ya presidir la institución debes contar con la suerte de don Humberto y que todos tus apellidos sean Borges, lo que se conoce como un Borges-infinito. Es comprensible que este criterio pueda resultar ridículo, y para ser fieles a la verdad hay que decir que a lo largo de los años ha habido ocasiones en las que no ha estado exento de polémica. Buena cuenta de ello da el mandato del anterior presidente, don Indalecio, un orondo ingeniero de escasa imaginación y nula capacidad de abstracción, que dio comienzo una sonada polémica cuando un día necesitó llevar ante el Ministerio cinco libros de los que en la Irreal Biblioteca Borgiana se copian a diario, para mostrarles a sus superiores los progresos que la honorable institución había alcanzado hasta el momento. Para acometer este trabajo, ordenó a todos sus escribas que cada uno de ellos le rellenara un libro entero que poder entregar al excelentísimo ministro al día siguiente, teniendo, al acabar la jornada, infinitos volúmenes preparados para llevar al ministerio. Sin embargo, cuando don Indalecio fue informado de que tenía infinitos libros preparados para entregar casi le da un infarto, pues a él le habían pedido tan solo cinco libros, y creía que si en el ministerio le veían entrar con tantos volúmenes le iban a reprochar el derroche de papel -pues últimamente andaban muy obsesionados con el ecologismo en el Gobierno-. Así que tomó los primeros cinco libros que vio y decidió regalar el resto a los amanuenses, un obsequio de la Irreal Biblioteca Borgiana a sus empleados. Sin embargo, a la mañana siguiente, los cinco empleados que habían escrito los libros que don Indalecio se había llevado en su pequeño Ford Fiesta fueron a su despacho a protestarle, porque todos, absolutamente todos sus otros compañeros de trabajo se habían llevado un libro, pero para ellos cinco no había habido. “¿Pero no se habían escrito infinitos libros?”, preguntó don Indalecio. “¡Pues claro!”, le espetaron, “pero por muchos libros que haya, si cada libro se devuelve al escriba que lo completó entonces a todos le corresponde un libro, ¡menos a nosotros cinco, que se los ha llevado usted!” Ante este escándalo, don Indalecio, que era un presidente desastroso pero honrado, no vio más remedio que dimitir, avergonzado ante su manifiesta incapacidad de gestión de un problema como aquel. Por fortuna, la Irreal Biblioteca Borgiana ya no tiene estos problemas, porque don Humberto es, además de bajito, enérgico y bigotudo, cosmólogo, y el infinito no le es un concepto del todo exótico.
La Irreal Biblioteca Borgiana se enorgullece de tener no solo un ejemplar en castellano de todo libro, sino de contar con infinitud de obras en todo orden de idiomas, independientemente de si el lenguaje en cuestión es real, inventado o por inventar. Así, entre sus innumerables estantes se puede encontrar a Ana María Matute en sánscrito, a Dos Passos en bable y a Bradbury en un idioma que creará artificialmente un ordenador en el año 2451 casi por casualidad, u otros textos que no puedan clasificarse como novelas, pero que también son dignos de mención, como uno de los incunables más antiguos, que data de los años veinte y que se trata de nada más y nada menos que una repetición continuada de la frase:
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Aunque quizás ninguna de ellas sea comparable al grueso volumen que recoge El señor de los anillos y todo texto jamás escrito por Tolkien en sindarin, el idioma que él mismo inventó para ambientar sus novelas, y que ocupa un lugar especial dentro de la Biblioteca, en una vitrina dentro del despacho de don Humberto, gran amante de las novelas de fantasía. Como reza el lema de la Irreal Biblioteca Borgiana: Todos los libros, todos los idiomas, todas las épocas. Sin embargo, hace ya unos lustros ocurrió un incidente que puso en cuestión que la Irreal Biblioteca Borgiana hiciera honor a tan exigente emblema, y muchos en aquel momento pensaron que la razón de ser de la institución, con la institución misma, quedarían melladas en su ser de manera irreparable. Todo comenzó con el ingreso de doña Índigo a la plantilla de la Irreal Biblioteca Borgiana, quien a partir del quinto apellido es Berezo Orriatamendi Recio Galván Esquerdo Sepúlveda Bru Ortiz Ropero Gamboa Espanyol Susaeta, una dos-BORGES, razón por la cual había sido ascendida a gestora antes incluso de recibir su primer sueldo. Y al explicarle tanto el funcionamiento de la Irreal Biblioteca Borgiana como el procedimiento para registrar todos los libros en todos los idiomas posibles, doña Índigo, que fue estudiante de flauta travesera hasta los diecisiete años, planteó la dramática pregunta que desencadenaría la posterior crisis ontológica de la institución, esto es, que cómo era posible que, a pesar de estar escribiéndose todos los libros habidos y por haber, nadie se estuviera haciendo cargo ni de las partituras de música ni de las composiciones musicales, también habidas y por haber. Cuando trasladaron este problema a doña Martina, la presidenta de la Irreal Biblioteca Borgiana en aquellos años, sintió tanta vergüenza por no haber sido capaz de detectar una flaqueza de tal calibre y magnitud en el funcionamiento del ente que dirigía que no vio otra salida distinta a su dimisión con carácter inmediato –como se ve, un recurso muy común en este organismo a la hora de resolver problemas-, por lo que a esta honorable institución se le añadió, además de la profunda crisis existencial, un severo problema de liderazgo. La nueva presidenta, doña Galatea, tomó como primera decisión de gobierno convocar a todos sus trabajadores en la sala de juntas y exponerles el problema, prometiendo respeto eterno y café gratis para aquella persona a la que se le ocurriera una solución. Tuvieron que pasar varios días de ideas o demasiado disparatadas o completamente irrealizables hasta que a una de las trabajadoras, doña Petra, se le ocurrió una brillante y definitiva solución: el lenguaje musical no era otra cosa que eso mismo, un lenguaje, y por ello bastaba con transformar corcheas y semicorcheas al alfabeto tradicional para solucionar la crisis, tal y como ya hacían con el cirílico, el fenicio y otros alfabetos que la Biblioteca ya contaba en su haber. De este modo, no solo no tenían que ponerse a dibujar corcheas y semicorcheas aleatorias en un pentagrama, sino que llevaban ya haciéndolo mucho tiempo, y buena prueba de ello es que en cuanto los empleados se pusieron a buscar no tardaron ni tres minutos en que uno de ellos se diera cuenta de que había estado escribiendo, sin saberlo, los primeros compases de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak, y acto seguido saltara otro de alegría al descubrir que llevaba escrita más de la mitad de Las cuatro estaciones de Vivaldi. La solución al problema resultó tan ingeniosa que se decidió por aclamación popular hacer a doña Petra la próxima presidenta de la institución, y eso que ella no era una BORGES infinito, pues aunque con sus otros apellidos sí que cumplía la norma, su primer apellido era Ferrara, siendo su primera sigla FORGES y no BORGES. No obstante, se decidió hacer una excepción con la mujer que había salvado a la Irreal Biblioteca Borgiana de uno de los mayores aprietos metafísicos que se rememoran desde su reapertura, y aún hoy la gente recuerda a doña Petra como la mejor presidenta que ha tenido esta eminente institución en mucho tiempo, y eso que han pasado años desde que se retirara a una pequeña casa de la costa almeriense, dedicada en cuerpo y alma en leer distintos diccionarios y paladear el sabor de sus palabras. La solución propuesta por doña Petra resultó genial no solo por lo ocurrente de la misma, sino porque ha permitido abortar otras crisis similares que han ido surgiendo con el paso de los años. Cuando hace más de veinte años un joven trabajador necesitado de alcanzar fama y gloria (si no imperecederas, al menos longevas) comenzó a gritar como un vesánico que los dibujos o los cuadros o los tebeos tampoco quedaban contemplados en la Irreal Biblioteca Borgiana, don Hermenegildo, informático que prefirió pasar sus días entre tinta y celulosa que entre ordenadores, recordando la crisis de las corcheas y su solución, le espetó que los dibujos se pueden traducir al idioma de los bytes, como hacen los ordenadores, que por ello llevaban años “pintando” goyas sin darse siquiera cuenta (con el grado de inconsciencia con el que se crea todo en la ínclita entidad) y que dejara de molestar y volviera a su trabajo. Ojalá todas las crisis se arreglaran así de rápido.
Pero no todo es trabajar en la Irreal Biblioteca Borgiana. A la hora del café y al acabar la jornada laboral, a los empleados de la Irreal Biblioteca Borgiana se les puede encontrar descansando de su agotadora actividad en el bar “El clotoide”, una tasca tradicional, de las de toda la vida, con fotos de toreros en las paredes y un amarillento azulejo que aclara: Hoy no se fía; mañana sí. El dueño del bar, Zacarías, es un castizo madrileño un tanto rollizo de pelos en las orejas especializado en croquetas caseras y en pinchos de tortillas –los mejores de Madrid, según algunos exagerados-, y que se dedica a amenizar el ambiente del bar hablando a gritos con su mujer, que no sale nunca de la cocina. Un poco gañán, pero muy buen hombre, afirman los que le conocen. Y muy del Rayo Vallecano, muchísimo. El bar “El clotoide” sería indistinguible de cualquier otro bar cutre de la capital si no fuera por una diferencia fundamental: la tasca de Zacarías está preparada para albergar en su interior a una clientela infinita, esto es, a todos los empleados de la Irreal Biblioteca Borgiana y a un par de turistas nipones despistados que entren por azar y a los que poder cobrar el doble que a los demás -Zacarías es un buen hombre, pero no demasiado íntegro-. A la hora del desayuno, del café y de la comida, “El clotoide” –que, por cierto, recibe su nombre por la forma que guarda la estructura del bar- se llena de escribas y amanuenses con ganas de beberse un capuchino mientras critican a don Humberto y demás directivos de la Irreal Biblioteca Borgiana. A esas horas, el bar es un hervidero de voces y risas, de chismes y críticas feroces, una vorágine de empleados, bollería y cafés yendo de un lado para el otro sin orden ni concierto. Y la gente, por mucho que siempre haya personas yéndose, nunca para de venir; la cantidad de gente que para a descansar en “El clotoide” es tal que al final Zacarías ha acabado por abrir “El lituus”, otra tasquilla idéntica a la original, con la intención de rebajar el número de parroquianos de una traspasándolos a la otra y que así el ambiente de ambas sea mucho más tranquilo. Pobre iluso. Zacarías todavía no sabe que su inversión ha sido en balde, pues el número de parroquianos, abra los locales que abra, va a ser el mismo, y obteniendo además el mismo beneficio.
En cuanto a la entrada en la institución de curiosos que deseen visitarla, en la Irreal Biblioteca Borgiana son muy restrictivos con las visitas y no suelen permitir que nadie que no sea un funcionario de la misma perturbe la concentración de los amanuenses, interrumpiendo una labor tan fundamental para la cultura no ya española, sino universal. Sin embargo, toda norma tiene su excepción, y esta honorable institución, que no iba a ser menos, permite la entrada a un locuaz algebrista retirado llamado don Aparicio, que ha optado por dedicar sus últimos días de vida a pasear por entre las curvadas galerías de la biblioteca, observando con detalle la labor de los amanuenses mientras estos trabajan. A decir verdad, don Aparicio puede resultar un tanto molesto en ocasiones, pues tiene por costumbre acercarse a los funcionarios y espetarles: “¡Qué gasto de papel, pero qué gasto de papel! ¿No veis que no hace falta escribir tanto? Con que escribáis todos una letra, ¡ya tenéis infinitas líneas, infinitos textos, y habéis así terminado el trabajo!”, reproches hechos con un poso de superioridad que los escribas no suelen aceptar de muy buen grado. Todos en la Irreal Biblioteca Borgiana tratan a don Aparicio de loco y de senil (fundamentalmente porque nadie entiende qué es lo que ese viejecillo arrugado les está queriendo decir), todos menos don Humberto, que muchas veces tiene que ir detrás exculpándolo ante sus trabajadores. “Si razón tiene”, dice don Humberto, “lo que pasa es que rellenamos tantos volúmenes porque dejar una letra por libro no queda igual de elegante”. Sin embargo, estas explicaciones no suelen convencer a sus empleados, que sospechan que se ve obligado a excusarlo porque es él el que le permite entrar. Al menos hay que reconocerle a don Aparicio que últimamente ha hecho el esfuerzo de variar el discurso: ha dejado de reprocharles a los amanuenses que su trabajo fuese inútil para interpelarles a la salida, preguntándoles cuándo hay dentro de la Biblioteca más personas, si antes de que se fuera o una vez ido, o espetarles que no fueran por ahí creyendo que en la Irreal Biblioteca Borgiana trabajaba tanta gente. “Que sí, que igual sois infinitos, nadie está diciendo lo contrario; pero, por muy infinitos que seáis, ¡al menos se os puede contar!”.
La Irreal Biblioteca Borgiana nunca cierra sus puertas, pues sus trabajadores no tienen un horario fijo: cuando un empleado está muy cansado y cree que necesita irse a dormir, simplemente se levanta y se va, y es el empleado sentado justo a su izquierda el que le sustituye sentándose en su lugar, y así el que está a su izquierda, repitiéndose este proceso ad eternum, hasta que todo escriba tiene una silla y toda silla tiene un escriba, y el trabajo de redacción vuelve a la normalidad. En la Biblioteca la gente trabaja de forma enfermiza, más de lo que se les exige, más de lo que se les paga, como si fuese una adicción. Nadie quiere irse nunca, porque todos dentro de esta biblioteca sienten que están ayudando a construir un bien mayor, un bien que está por encima de sus intereses, por encima de su sueño. Y por ello ahora mismo hay infinitos trabajadores escribiendo infinitas letras aleatorias, infinitos textos, entre los cuales se encuentra este mismo. Porque en este instante, de los infinitos escribas hay al menos uno –aunque en realidad son también infinitos- que a la misma velocidad que tú, querido lector, lees estas palabras, él las redacta, sin querer redactarlas, en uno de los incontables libros que se guardarán en una de las incontables estanterías que recogen todos los textos que ya han sido escritos, los que se escriben en este preciso instante y aquellos que todavía están por escribir.
Me ha encantado. Nunca pensé que en un reescritura de «La biblioteca de Babel» pudiera aparecer el Rayo Vallecano. Esto tienes que presentarlo a algún concurso de cuentos.